Ha llegado la hora de escribir el final de esta historia. Con algún resto de esperanza imaginé muchas veces que este final sería distinto, que el momento de escribirlo se dilataría por años y que un día me encontraría con Nelson en Quito, que repasaríamos toda su historia como si se tratara de una larga pesadilla de la que habíamos salido airosos, felices, abrazando esa justicia que le había sido esquiva durante más de veinte y dos años, pero que por fin se convertía en realidad.
Imaginé, como Nelson lo hizo muchas veces, que vería otra vez el Cotopaxi en todo su esplendor con el fondo de un cielo limpio y resplandeciente, sin apenas nubes, y que alguna tarde caminaríamos entre las matas de maíz de alguna finca cercana a la ciudad, y que luego comeríamos esos choclos nuestros que son únicos en el mundo, cocinados solo con sal y acompañados de queso tierno.
Todo esto ya no será posible, por lo menos en esta dimensión del presente, pues Nelson Serrano está agonizando en la cama de un hospital en Jacksonville, Florida. Tiene un tumor cerebral que lo ha dejado postrado, al borde de la inconsciencia, y con varios coágulos silenciosos que se acumulan en sus piernas y van camino del corazón. La situación es irremediable, han dicho los médicos.
Sobre su actual condición no se sabía nada. Nadie se lo informó a la familia ni a ninguna persona ajena a la prisión. Tan solo lo supimos hace unos pocos días, cuando Francisco Serrano, su hijo, recibió una llamada del centro penitenciario de Raiford en el que Nelson pasó sus últimos años en el llamado corredor de la muerte. Esa llamada, sin embargo, no la hizo ningún oficial de la prisión, ni tampoco alguno de los médicos o enfermeras que están a cargo de los reclusos, ni siquiera una de las autoridades penitenciarias de Florida, no, la llamada la hizo uno de los compañeros del pabellón en el que Nelson estaba recluido. Fue un convicto quien se tomó la molestia de llamar y advertir a Francisco que su padre estaba paralizado e inconsciente al menos dos semanas antes y que no había recibido atención ni alimentación alguna durante todo ese tiempo (¡durante dos semanas o quizás algo más!).
La manifestación más clara de la miseria humana la he visto en esos rostros de los guardias penitenciarios de Raiford, rostros que aún conservo en mi memoria por las dos visitas que hice a Nelson en el corredor de la muerte. Ni siquiera los rostros de los asesinos convictos con los que compartimos unas horas en la sala de visitas me han provocado lo que hoy siento al recordar a esos guardias malencarados, a esas enfermeras adustas. Hoy lo que siento es asco, lástima y rabia, pues esas personas que dedicaron (la dedican aún con otros presos) su vida, su triste vida, a maltratar, torturar, acosar e incordiar a Nelson Serrano, lo hicieron quizás por instrucciones superiores, por mandatos externos y también en algún caso (que conocemos de sobra) porque Nelson siempre se negó a pagar coimas y a sobornar a ciertos funcionarios para mantenerse en paz y tranquilidad tal como se hace normalmente en esas prisiones sumidas en la corrupción y la ruindad. Hoy ya lo podemos decir con total libertad, porque ya no pueden hacer nada contra Nelson, ya no pueden llevarse sus escasas posesiones de la celda ni amedrentarlo con palizas nocturnas ni dejarlo sin comida o sin medicinas como hicieron varias veces.
Es probable que esa negativa de Nelson de caer en la extorsión, de convertirse en parte de la corrupción del sistema de prisiones, le haya costado finalmente la salud (y le cueste pronto la muerte), pues durante todos los años que pasó en Raiford, le negaron asistencia médica por sus dolores de ciática, así como le negaron una operación que habría evitado la ceguera que padeció los últimos meses, o como le negaron su dentadura postiza o como le negaban en varias ocasiones las pastillas diarias para sus dolencias del corazón.
Sabíamos que el principal interés de los mediocres funcionarios penitenciarios, de los jueces, fiscales y policías involucrados en el caso era lograr que se ejecutara a Nelson por los cuatros crímenes de Bartow. Nunca lo consiguieron, pues ese juicio estaba tan viciado de ilegalidad, falta de pruebas y nulidades como de corrupción. Y así como Nelson Serrano y su familia tienen todas las evidencias de su inocencia, tienen también las pruebas de los verdaderos culpables de aquellos crímenes, de los autores materiales y del autor intelectual, de los policías que ocultaron evidencias y escondieron testigos, de los fiscales que cometieron delitos para inculpar a Nelson, de los jueces que dilataron todos los recursos para no descubrir estas pruebas, de los abogados de Nelson que no usaron esas pruebas que habrían liberado y exculpado a su cliente…
No lograron ejecutarlo. No lo iban a ejecutar nunca por culpa propia, por todos esos vicios e ilegalidades que ellos cometieron, así que decidieron hacer todo lo posible para que muriera lo antes posible. Y, al parecer, ahora lo consiguieron, veinte y dos años después.
Imagino que esta espera debió ser tan larga para ellos como lo fue para Nelson. La última vez que lo vi, hace poco más de un año, a pesar de sus dolencias, del maltrato y de la ceguera que amenazaba con su llegada inminente, estaba tan fuerte como siempre. Ese día nos dijo que pensaba vivir cien años, igual que varios de sus hermanos. Yo le creí, pues lo veía entero a pesar de las circunstancias, pero claro, todo lo que allí se dice está grabado y se revisa y se escudriña e indaga, y, por supuesto, a ninguno de esos funcionarios le habrá gustado aquella determinación de Nelson de vivir al menos quince años más, incluso de sobrevivirlos a muchos de ellos.
Los meses siguientes a nuestra visita fueron tal vez los peores para Nelson, los de mayor abandono y encono, fueron los meses en que todos los años que le quedaban le cayeron encima, y todos sus males se agravaron y sus necesidades y requerimientos se cortaron o suspendieron o dilataron, porque para ellos él debía morir, porque les resultaba incómodo, porque su gente hablaba demasiado, porque su gente sabía demasiado.
Lo que no saben, es que su gente, su familia, sus amigos y abogados, seguirán en la lucha hasta el final, que no es el final del Nelson, sino el final del caso. Porque aún quedan acciones legales pendientes en contra de todas las personas que fueron parte de este entramado de corrupción, delitos, encubrimientos, actos de poder y miseria humana. Porque un día se va a saber quiénes fueron los autores materiales de los crímenes, por qué los asesinaron, quién ordenó su muerte, quién se quedó con todo el dinero de las empresas, quiénes actuaron en el secuestro en Quito, quiénes permitieron que se ocultara a Nelson durante una noche en una jaula para los perros del control de narcotráfico; qué autoridades ecuatorianas y estadounidenses lo sabían, lo consintieron, lo autorizaron, lo permitieron, o quiénes se hicieron de la vista gorda y de los oídos sordos cuando esa tarde del sábado 31 de agosto de 2002, los familiares de Nelson los llamaron para alertar sobre su secuestro y ellos (que eran sus amigos, conocidos, compañeros, colegas) fingieron no saber de qué se trataba y desaparecieron hasta el lunes, cuando ya Nelson había sido recluido en una prisión de Florida.
Todo se sabrá un día en los juzgados de Florida, en las cortes de derechos humanos e incluso en una serie documental en la que están trabajando varias empresas productoras para poner al aire quizás en 2025 o 2026, serie en la que se contará toda la historia de los crímenes de Bartow, toda la historia del secuestro, tortura y traslado ilegal desde Quito, en la que aparecerán todos los rostros de la miseria que han transitado por este caso.
Pero no todos los rostros de la miseria son los que están descritos en estas líneas o en los expedientes policiales y judiciales de Florida y de Ecuador, o en ‘Los Crímenes de Bartow’ el libro que escribí sobre este caso, porque muchos de esos rostros aparecieron más tarde en este largo y extenuante caso en el que se involucraba a dos naciones, Ecuador y Estados Unidos, ambas condenadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a reparar todos los derechos de Nelson Serrano, a devolverlo al Ecuador y cubrir todos los gastos de su defensa. Entre esos rostros de la miseria humana están también varios funcionarios ecuatorianos, en especial del Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos, que irónicamente (por el nombre del ministerio al que pertenecen), durante los últimos años, durante los últimos meses, durante las últimas horas, le negaron sus derechos, retrasaron los pagos de su defensa en Estados Unidos, impidieron el avance, sustanciación y evacuación de las pruebas con las que contaba Nelson Serrano y se convirtieron en más rostros de esta galería de imágenes miserables.
Así que aquí, por ahora, el único que va a descansar de verdad es Nelson Serrano, cuando llegue el momento, en poco tiempo, horas o tal vez días, dormido o dormitando tal vez en una cama de hospital, lejos de su país pero con la certeza de que por fin dejó atrás esa celda de dos por tres metros, y que por fin abandonó el corredor de la muerte y de que su extenuante pesadilla de más de dos décadas está llegando a su fin.
Los demás rostros, tendrán que seguir esperando, porque sus malos sueños podrían ser muy largos. (O)